10 CIUDADES 10 ARQUITECTOS
T2 | Capítulo 03: Jerusalén, el fantasma de lo que viene
por Gonzalo Schmeisser
‘Su sabiduría y su arte superó todas las expectativas y, sin embargo,
la realidad es dual: caminar con el bien y el mal.
Dos polos guiando su paso.
Bueno es el que puede tejer todo junto.
Nuestras pasiones son impulsadas por las leyes de la ciudad.
El mal se instala cuando el hombre piensa que es el único juez,
solo él puede tener razón, nadie más puede ser justo.
Dos polos guiando su paso’.
Nought More Terrific Than Man – Stereolab
Fui por la eterna promesa de viajes exóticos, peligrosos, cobrándome a mí mismo palabras que fluyen envalentonadas cuando la botella de vino está más abajo de la mitad y en los platos sólo quedan migas como testimonios de lo que fue una comida. O fui por miedo, para evitar la imagen desdoblada de mis carnes dispersas en el asfalto de una calle parisina, un brazo, una pierna, en un día y en una hora aleatoria, impredecible hasta para la policía europea. O fui por remordimiento, por escuchar sin atención algunas historias de personas muy cercanas que me pasaron por el lado y que quise ignorar deliberadamente. O fui por rebeldía, contra todos los que dicen que de tierra santa poco, que los crímenes, que la ocupación, que los derechos humanos.
La cosa es que fui a Jerusalén. Fui, vi y salí de ahí en cuanto pude. Escapé a Jordania y luego a Tel-Aviv, o a cualquier otro lugar del mundo que no fuera Jerusalén. Solo así se puede sopesar la experiencia de verdad, con la prudencia que da la distancia, cuando lo vivido se puede mirar como un paquete cerrado que se puede abrir, revisar y volver a cerrar, pues todo lo que va a contener ya está dentro.
Escribir ahora es fácil y soy capaz de despachar frases brutales sin hacerme cargo: Jerusalén es una ciudad contradictoria y profundamente equivocada, que contiene en muy pocos kilómetros lo peor de la existencia humana. Ensayo otra: es una ciudad preciosa pero atroz, que de tan atroz llega a ser el trozo más depurado y que mejor exhibe la profunda mezquindad de nuestra especie.
Acceso a la Ciudad Vieja por la Puerta de Jaffa
A quién le importan los judíos ortodoxos, que se pasean por la ciudad como si no existiera nadie más ni ahí ni en ninguna otra parte y cuya mirada atraviesa a quien se cruza como si el cuerpo fuera de vidrio. Pregunto lo mismo sobre los musulmanes, tan ocupados en verse fuertes ante cualquier cosa blanca con shorts que se olvidan que, al menos aquí, son lo más cercano a las víctimas. Y a quién le importan los cristianos, que circulan por las calles de piedra de la Ciudad Vieja cargando la cruz de sus culpas a cuestas, mirando hacia arriba mientras la historia les pasa por debajo de la nariz. Y a quién le importan los armenios, que no se ven, que se escondieron, que no salen de sus muros sólo para no compartir el trozo de tierra del que se apoderaron una vez, sin que nadie se diera cuenta.
Jerusalén, la capital de un Estado inventado por el racismo disimulado –y no tanto– de Europa, cuando se hartó de tener que lidiar con este pueblo invasor, que no tenía fronteras ni banderas ni presidentes como para arrinconarlos y cuya unicidad solo estaba dada por sus creencias religiosas. A los judíos les inventaron un país y claro, perseguidos como estaban, la solución pareció sensata, incluso sospechando que de una razzia pasarían a otra. ¿Y los palestinos? Bien, gracias.
Interior de la Ciudad Vieja
Eso es historia viva en Jerusalén, está pasando hoy. Así que fui a verlo y lo vi: la convergencia de todo en el kilómetro cuadrado de la ciudad amurallada, por donde transitan personas sin tocarse ni mirarse, donde cada 50 metros hay soldados con metralletas y con el dedo en el gatillo, haciéndote sentir culpable solo por tener ojos y usarlos. Una ciudad en sitio permanente, donde incluso mi apellido –pero no mi pasaporte– es sospechoso.
Pero también hay vida más allá de esta porción cercada y llena de límites invisibles. Jerusalén se extiende hacia el Oeste en proporciones que no fui capaz nunca de distinguir. Un ejemplo es que el Aeropuerto Internacional Ben Gurión está en un extraño limbo territorial entre la misma Jerusalén y la otra grande, Tel-Aviv.
Circulando entre las dos nunca me sentí totalmente fuera de una ni dentro de la otra; una transición eterna que en el lado de Jerusalén solo desaparece en las cuadras que rodean a la Ciudad Vieja, donde todo funciona más o menos como en otras ciudades: tranvías, comercio, mercados, vagabundos, buses, artistas callejeros, semáforos, edificios municipales, plazas, bares, todo carísimo y rodeado de la suficiente cantidad de policías por metro cuadrado, como para nunca olvidar donde se está. Una urbe teñida de un tono terroso que compone una estética ad-hoc a su cercanía con el Mediterráneo y que me recuerda levemente a algunas ciudades españolas o francesas que comparten los bordes de este lago con vocación de mar.
Artista callejero en el extramuro
Calles de Jerusalén fuera de la Ciudad Vieja
Hacia el lado Este el carácter de la ciudad se vuelve confuso, especialmente donde una línea no tan artificial separa los territorios que Israel demarca como propios, confinando a los palestinos hacia un otro lado invisible y detrás de un muro gigantesco. Ahí en esa frontera mental termina occidente y empieza oriente, asomándose apenas entre los checkpoints, los soldados con sus fusiles y las cámaras de seguridad, el enigma eterno del mundo árabe. Allá está Jordania, Irak y Siria; y luego la bifurcación geográfica que separa la riquísima península arábiga –Arabia Saudí, Qatar, los Emiratos Árabes– de ese otro misterio de tierra y fuego que es Irán.
Jerusalén hacia el lado de Palestina
Mezquita de Al-Aqsa desde fuera de la Ciudad Vieja
Desde este lado, en el que me dicen que me corresponde estar con argumentos tan vaporosos como el color de mi piel, mi formación de colegio católico, el origen de mis abuelos y el de mis bisabuelos y el de mis tatarabuelos, me pregunto: ¿cuál es la parte de atrás y cuál la de adelante del muro? ¿Quiénes son los que se están escondiendo?
Entonces –cobarde, ignorante, perplejo– me aprovecho del ethos impávido de mi generación y me quito todos los prejuicios, obligándome a no estar de ningún lado y tratando que la pupila ocupe todo el espacio del ojo para no dejar escapar ninguna luz interior que denote alguna parcialidad. En ese estado de ingravidez mental, bajando del Monte de los Olivos en medio de una granizada y un viento helado que no me esperaba para una ciudad rodeada de desiertos, vuelvo a la Ciudad Vieja.
Ciudad Vieja desde el Monte de los Olivos
Recorro una a una las estaciones del Vía Crucis en el Cuarto Cristiano, siguiendo la caminata de Jesús torturado, y entro en la Iglesia del Santo Sepulcro, donde no solo está su tumba, sino que un trozo de cerro donde se supone estaba enterrada la cruz. Gente arrodillada llora frente a la piedra, mientras algunos comerciantes sobajean sus productos –desde imanes para el refrigerador hasta cruces– en el mármol donde estuvo el cuerpo.
Luego al aire otra vez para caminar dos calles quebradas, entrar sin aviso al Cuarto Judío y aparecer de golpe frente al inmenso Muro de los Lamentos, un montón de piedras de distintas épocas en que judíos de todo el mundo se inclinan repetidamente en trance, como culpándose de su mala suerte. Y luego salir del tumulto y perderse otra vez para encontrarse ante la sección más impresionante de esta ciudad, la Explanada de las Mezquitas –donde está la cúpula dorada, que es la postal intrínseca de la ciudad– y recorrerla en la escasa media hora en que se abre para visitantes no musulmanes.
Todo el conjunto de lo sagrado está salpicado de una extraña belleza que conmueve y siembra la cabeza de preguntas al mismo tiempo, pero en que ocurre todo tan rápido y en tan poco espacio que las respuestas no alcanzan a articularse.
Del Cuarto Armenio nada. Y nada porque los mismos armenios no dejan entrar a nadie que no sea de los suyos, aterrados ante la posibilidad de que venga un chalado a inventar que otro santo más que se le ocurrió subir a los cielos justo ahí, entre sus cuatro paredes, y tenga que reiniciarse por enésima vez la repartija.
Muro de los lamentos
Mezquita de la Cúpula de la Roca
Lo demás son sólo tiendas, minúsculos puestos que venden de todo, desde delicias árabes hasta la réplica más vulgar de la camiseta de Messi. Una ciudad-mercado que solo deja de serlo en los espacios dedicados a la religión: mezquitas, iglesias, sinagogas, conventos, monasterios. Todo lo demás parece estar a la venta.
Es sorprendente como cohabitan esos dos mundos aparentemente opuestos sin molestarse demasiado, el de la fe y el de los negocios. Y es que acaso ambos operan de la misma forma, objetivando la necesidad humana de tener algo en qué apoyarse, un bien o una creencia, cualquier cosa que vista la desnudez de la vida. Material o espiritual, da lo mismo. Viendo eso se me antoja Jerusalén como la amalgama de un mundo en ciernes, el fantasma de lo que viene, un lugar siniestro en que la única forma de liberar la tensión del espíritu es comprando un imán para el refrigerador.
Yo no compré ninguno, bien concentrado en mi terco afán por abstraerme de la verdad de una ciudad que entrega, si se quiere, un mensaje aterrador: en esto hemos convertido al mundo, en un trozo de pastel mal repartido en el que todos quieren un poco de la tajada del otro, para clavar su orgullosa banderita en la cumbre mientras que el derrotado no es otro que la humanidad completa, enfrentada a un destino sombrío al que no le importan las pataletas de nuestros líderes y que ya se asoma a la vuelta de la esquina.
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Texto e imágenes: Gonzalo Schmeisser
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Sobre el autor: Gonzalo Schmeisser es Arquitecto de la Universidad Diego Portales (2011) y Magíster en Arquitectura del Paisaje de la Universidad Católica (2015). Ha desarrollado su carrera en diversos ámbitos de la profesión, como la arquitecura independiente y la docencia, siendo actualmente profesor asistente en la escuela de arquitectura de la UDP, UC y UNAB. Ha participado en diversos proyectos editoriales de investigación sobre arquitectura e historia y colabora para importantes medios culturales como la Revista Provinciana y la revista de arte y cultura La Panera. Estuvo en Jerusalén en abril del año 2019.