No es mucho lo que se puede decir sobre la Patagonia.
No decimos esto porque se hayan escrito muchas cosas, aunque sí que las hay y muy buenas; o porque exista algún ensayo que pueda resultar definitivo, aunque hay algunos que se acercan bastante; o que el concepto esté manoseado, no, aunque en cierto modo lo esté. Lo decimos porque luego de visitar este lugar con calma – ‘el que se apura pierde su tiempo en la Patagonia’, dice el explorador francés Marc Roquefere – es muy difícil hablar de la Patagonia y no equivocarse. Las palabras no son capaces de aprehender lo que el ojo observa, lo que el cuerpo siente.
La sensación es parecida a la de estar en el desierto. Se pierden las referencias. Al igual que en el desierto, tanto cielo, tanto espacio abierto, y especialmente tanto aire, nos hace darnos cuenta de lo insignificante que podemos llegar a ser, de lo miserable que es nuestra existencia cuando cambiamos de escala. La sensación es dura: caemos en cuenta de que somos muy poco humanos y mucho más animales de lo que creemos. Y eso el gaucho lo sabe. ¿Somos nosotros realmente capaces de entender esto viviendo en la ciudad?
Otra vez, nuestra verdad la canta la naturaleza.
Hablan demás los que nunca
tuvieron Madre tan blanca,
y nunca la verde Gea
fue así de angélica y blanca
ni así de sustentadora
y misteriosa y callada.
¡Qué Madre dulce te dieron,
Patagonia, la lejana!
Sólo sabida del Padre
Polo Sur, que te declara,
que te hizo, y que te mira
de eterna y mansa mirada.
Gabriela Mistral – ‘Patagonia’
—
Fotografías: Matías Montero © | Texto: Gonzalo Schmeisser