Santiago trasero

 

SANTIAGO TRASERO

por Francisco Guerrero | *Para Santiago Adicto – @santiagoadicto

Muy alejado de ser un ícono de tiempos pasados apabullantes, muy distante de ser el barrio de moda donde los cafés, restaurantes y boliches modernos viven su apogeo regocijante, elevado por una clase proliferante de nuevas generaciones, abiertas a un mundo globalizado. Muy lejos de ser considerado patrimonio cultural y por consiguiente, parada obligada de hordas trashumantes de turistas cámara en mano. Casi invisible en la distancia al ojo omnisciente de ese Costanera que parece que todo lo controla con su altura y prestancia, existe un Santiago eterno y de paso calmo, como si esperara que el tiempo le trajera ese crecimiento, esa igualdad prometida en innumerables oportunidades.

Muy distanciado de ese Santiago tan visible, fotografiable y coqueto, que nos acostumbramos a ver en revistas o en el buscador de preferencia al escribir dicho nombre, hay un Santiago silencioso, resiliente y tímido. Madre de la gran mayoría de quienes, por cosas del destino o deidad según su preferencia, nos ha tocado nacer en este paño enorme de relaciones humanas, extendido entre tanta montaña.

Pastelones y platabandas

Me refiero al Santiago común y corriente, ese que juega a saltar la cuerda de Américo Vespucio, cual niño evitando pisar los surcos de una baldosa. Ese Santiago de un piso, patio delantero, reja, vereda de pastelones y platabanda de tierra. Ese donde la calle es vehicular, paseo peatonal, cancha, feria y punto de comadreo. Todo a la vez. El Santiago en el que nací y que crecí viendo de lejos. Una ciudad que, casi pausada en el tiempo, pareciera avanzar a otro ritmo, como si la prisa del mundo contemporáneo no le perteneciera ni le preocupara. Ojalá eso me hubiese pasado a mí.

Debo ser honesto: A los 11 años  me fui de Santiago con rumbo a la costa. Crecí el resto de mi infancia jugando con la pendiente, viendo el mar. Cambiando mi concepción de todo lo conocido, prácticamente como si me hubiesen dejado en un planeta nuevo. Casi como por obligación, cambié innumerables momentos y situaciones que marcaron mi forma de entender la vida hasta ese momento; Cambié la feria libre en la puerta de mi casa, esa que aparecía por la ventana cada martes y viernes como por acto de magia. Esa feria donde aprendí a correr esquivando obstáculos desde la esquina de la ropa usada hasta el señor de las ollas.

Habitar/sobrevivir a la circunvalación

Cambié a la Sra. Gladys, esa señora del almacén de la esquina que vendía el pan por unidades y que mi abuela encargaba reservar a las 10 de la mañana, para pasar a buscar justo antes de la once. Cambié llamar a mis amigos gritando su nombre con la cara metida en una reja preguntando si ya podían salir a jugar. Cambié la micro 169 Santa Laura – El Salto, de eternos paseos antes de llegar a la Gran Avenida. La cambié por alguna otra micro Viña-Valpo que hoy no viene al caso.

Cambié tanto, cambié tanto yo, que no me di cuenta que ese Santiago seguía allí, tal cual el día en que me despedí de él.

El pasaje como espacio público democrático

El Santiago en el que nací, del cual les cuento tanto, es ese Santiago silencioso y trabajador. El Santiago de mi padre y de tantos otros vecinos y pobladores, que cual american dream siguen montándose en una micro colapsada para producir, levantar y mejorar la condición de una sociedad de la que aún esperan ser parte.

Ese Santiago tan tímido, biomasa funcional de esta máquina imparable llamada ciudad. Incombustible, incansable, luchador y esforzado. El de fiestas en el galpón de la capilla del barrio, el de cumpleaños de patio delantero, el del afilador de cuchillos y el cloro a granel, el de los persas, el del borracho del barrio. Ese Santiago, el de la identidad chora y luchadora, el del fíado y el “ya le traigo el envase, vecina”. Ese Santiago es el que sigue ahí, de manos gruesas y piernas cansadas, lleno de promesas de igualdad, que cual riego por goteo, llegan tan dosificadas que no matan pero alimentan de manera casi imperceptible.

La ventana abierta y el portón. La relación con el exterior.

De forma bien centrípeta, el Santiago coqueto y fotogénico no podría ser él sin el mal llamado Santiago “trasero”. No podríamos saber de ciudad sin entender el barrio, no podríamos saber jugar fútbol sin haber jugado antes una pichanga, no sabríamos lo que es la once sin esa marraqueta de almacén, no sabríamos de distancias si no viviéramos la periferia, no entenderíamos de democracia en el espacio público si no supiéramos como funciona un pasaje, no sabríamos de amistades si no entendiéramos la importancia de una cuadra (con nombre y apellido). La verdad, no entenderíamos Santiago si este primo retraído de aquel otro tan parafernálico, no fuese quien nos lo enseña todavía.

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Texto e imágenes: Francisco Guerrero Moya

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