SANTIAGO DESPUÉS DE LA LLUVIA
por Gonzalo Schmeisser | *Para Santiago Adicto – @santiagoadicto
El gran Federico Nietzsche, observador agudo de la condición humana y uno de los fundadores del pensamiento moderno, dijo alguna vez, premonitoriamente: ‘el desierto avanza… !ay del que en su alma alberga desiertos!’.
Si bien es cierto que la frase alude a la actitud humana y a la creciente pulsión del nihilismo cuando los símbolos que nos ordenan la vida pierden el sentido, su metáfora -valga la redundancia- no tiene nada de metafórico si hablamos en términos geográficos. Porque es cierto, porque el desierto avanza, hace siglos, crece sin límites y cada vez más rápido ahora por culpa del hombre. Vemos la imagen de Marte en la televisión y miramos para el lado para evitar pensar que vamos avanzando en esa dirección, que Marte pudo haber sido antes como la tierra es hoy, que así es como nos veremos desde el universo en algunos siglos. Un puro manto de tierra y nada más.
Santiago también está inmerso en esa espiral descendiente. Es tan real, tan posible de percibir como abrir una ventana, mirar el día justo hoy que comienza el invierno y dejar que corran las preguntas: ¿es esta la ciudad invernal que fue hace años atrás? ¿cómo explicarle a un niño de este siglo que hasta hace pocos años era imposible que la temperatura supere los 20 grados en junio? ¿qué pasó con el dicho ese de abril lluvias mil? ¿deberíamos sugerirle a Silvio Rodríguez que cambie la letra de su canción?
Un recuerdo generacional algo anacrónico me remite a los años 90, cuando no era extraño que en junio, julio o agosto se suspendieran las clases porque Santiago se había inundado por la lluvia. Había que llamar al teléfono del colegio en la mañana o esperar que el locutor de las noticias interrumpiera el desfile de asaltos, cháchara política y sobredosis de fútbol y comunicara lo que todo niño esperaba escuchar. Luego de saltar de felicidad, había que volver a meterse en la cama y sumergir el cerebro en el agua ligera de los matinales. No había mucha más oferta. Hoy esa posibilidad es ciertamente remota y parece el recuerdo de alguien criado en el extranjero. Pero no, eso fue aquí mismo, en Santiago y hace no mucho tiempo.
Sucede que no valoramos los que tenemos hasta que lo perdemos. No digo nada nuevo. Ocurre con los amigos, con las parejas, con la familia. Ocurre con el pasado, con la infancia, con los recuerdos. Incluso ocurre con los sentidos. Y obviamente ocurre también con el tiempo, ese precioso regalo que cuando se es niño se está permitido perder, pero que al crecer se vuelve casi un pecado hacerlo; una herejía, un crimen atroz.
Entonces que llueva en Santiago se está convirtiendo en un regalo, pues ya no ocurre con la frecuencia de antes. Se valora más por que se tiene menos. Nos estamos transformando en un desierto. Atacama ya está ahí, ingresando por el norte; ya envolvió a Llay Llay, a Las Chilcas; y ahora viene descendiendo por Til Til, por Rungue, y casi se asoma por detrás de los cerros de Lampa, amenazante, recordándonos que cada gota es una bendición o una invitada del pasado colándose en el presente.
Así que bendigamos a la lluvia incierta –parafraseando a Pedro Prado- y seamos conscientes de esa gracia cristalina que cae cada tanto para darnos un respiro a los santiaguinos asfixiados. Gotas como filamentos de pureza que taladran el cielo negro, la capa de humo tóxico que nos ahoga acá abajo y que se interna en nuestros cuerpos urbanizados para quedarse a vivir en nuestros pulmones. Recordemos que el agua viene a despedirse del valle fértil, a ralentizar el cumplimiento de la condena y salgamos a mojarnos la cabeza la próxima vez que llueva en Santiago. Después mirar hacia el oriente y ver la cordillera aparecer como por primera vez, coqueta y nevada hasta sus faldas, avisándonos que no estamos solos aquí y que el valle es sólo una porción ínfima de tierra que no pudo o no quiso levantarse a competir con el cielo.
Y otra vez la cordillera llena de vigor se empina para re fundar Santiago desde la altura, para darle su bendición blanca a esta ciudad negra que entonces está obligada a reconocerse mínima a sus pies. Por un rato Santiago recobra su escala real y luce como un montón de insulsas cajitas de cartón dispersas entre medio de la geografía salvaje. Sólo entonces recordamos quienes somos y dónde estamos: insertos en el fondo de la garganta de un macizo. Entonces volvemos a salir en nuestros autos, a tomar la micro, a prender las turbinas y a encender las chimeneas, todo para cubrir el cielo de smog hasta la próxima lluvia. Todo para olvidarnos por un rato que, aunque nos duela, este futuro desierto que llamamos Santiago sólo le pertenece a la cordillera.
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A continuación una serie fotográfica tomada con dron después de la lluvia en Santiago:
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Texto: Gonzalo Schmeisser | Imágenes: Diego Martínez