Esta será nuestra primera visita al bellísimo y muy afamado Parque Nacional Torres del Paine, quizás uno de los tres iconos turísticos más representativos de nuestro país, junto con San Pedro de Atacama y la Isla de Pascua. Y será la primera de varias porque su inabarcable belleza y amplia oferta de lugares -tan distintos entre sí, todos visitables y reseñables individualmente-, hacen imposible resumir toda su majestuosidad en una sola nota.
En nuestra primera experiencia, debimos hacer gala de una inesperada independencia y nos aventuramos a inventar un circuito ‘nuevo’, forzados por las inclemencias de un clima que se comporta caprichosamente y que nos recuerda, de entrada, que aquí la naturaleza manda y el hombre pesa menos que una pluma.
Paisaje pampino magallánico – Camino entre Puerto Natales y el parque
Para partir, escogimos hacer el circuito conocido como ‘O’, llamado de esta forma porque rodea todo el macizo central que alberga los picos montañosos más altos de la zona: los cuernos del Paine y las torres que dan nombre al parque. Ambas postales clásicas.
El primer tramo del circuito, entre la entrada de Laguna Amarga y el camping Serón se cumple sin novedad, salvo por la noticia de que hay que estar más preparado de lo cree todo el mundo. Si bien este primer sendero es bastante abordable y no presenta mayores obstáculos (quebradas, ríos, nieve o grandes cerros), es bastante largo y cansador para ser la primera parte. La bienvenida es dura y tratamos de no detenernos mucho para no perder la luz y cumplir la caminata en las 6 horas indicadas, almuerzo incluido. Pese a la cantidad de lugares tentadores para detenerse y a la desconcentración rabiosa que nos provoca ver tanto árbol quemado, lo logramos.
Árboles quemados
Algo del paisaje inicial
Luego de una llegada temprana, hay tiempo de sobra para explorar el lugar, apreciar una vista no tan tradicional de las inmensas torres y preparar la ruta del día siguiente. La vista lateral de las torres es impresionante, pero una densa e inesperada neblina las cubre y nos las suelta hasta bien entrada la noche.
Un clásico de esta primera etapa es darse cuenta de que la mitad de las cosas que llenan nuestra mochila están de sobra, así que nos dedicamos un tiempo a resolver que hacer con prendas de ropa, comida extra y artículos inútiles que estorban. Aquí el único instrumento que vale son los pies.
Pesando la mochila en camping Serón
Temprano en la mañana del día 2, una persistente brisa en dirección Este nos anuncia -sin que nos percatemos- el vendaval que se vendrá más tarde. Por ahora el sol está alto y fuerte, y nos animamos a cubrir la ruta entre el camping Serón y el refugio Dickson. El camino es sinuoso y la geografía deja de ser un amable llano para convertirse en un vaivén de cerros y quebradas, especialmente en las orillas del precioso lago Paine.
Pese al cansancio que dificulta los pensamientos, el paisaje es conmovedor y el hondo silencio abruma, el tiempo parece detenido y el hombre con sus preguntas y trivialidades cotidianas, deja de importar.
Lago Paine
La leve brisa de la mañana va dando paso a un viento persistente que acarrea consigo enormes nubes circulares que cubren el sol en el horizonte. Hay que caminar con paciencia, sosteniendo fuerte la mochila y los pies ante algunas ventiscas que nos demoran más de lo esperado. Aún así, nuestro paso es ligero y vamos bastante rápido. Eso, hasta que oímos a unos turistas argentinos sentados bajo un grupo de lengas y que apuran sus sandwiches de pollo, cotillear sobre un turista japonés que literalmente se voló en una de estas laderas y fue encontrado muerto algunos días después flotando en el lago, así que calmamos un poco el paso tratando de aferrarnos más al piso, con la esperanza de no perder fluidez.
El cielo ya se ha cubierto por completo y una delgada lluvia empujada lateralmente por el viento nos corta la cara como pequeños hilos filudos. En eso, un par de serios resbalones me hacen notar con decepción y algo de culpa que mis zapatillas deportivas no son para estos suelos salvajes. Mi paso altivo y juvenil del comienzo se convierte súbitamente en el paso de un anciano con dificultades para desplazarse, y mi despiste santiaguino ralentiza el paso del grupo, ya algo impaciente por la demora obligada del viento en contra.
Se acerca la tormenta
No venir preparado al parque es un descuido parecido al de quedar en pana de bencina. Algo imperdonable que acepto culposamente. Los demás, pese a todo, no pierden el paso y yo los conmino a seguir adelante sin vacilar y esperarme en el refugio. Faltan aún unas tres horas de caminata. Ahora la experiencia grupal, decidir espacios de descanso colectivo, compartir impresiones, animar el paso conjunto; se transforma en un ensayo solitario, en que la mudez enorme sólo es rota por el esporádico cruce de otros viajeros en sentido contrario, que me dejan su apurado saludo y se pierden en medio de la lluvia, que ahora cae con impresionante fuerza.
El tiempo de soledad da otra perspectiva de las cosas y de los lugares. El silencio puede ser un buen compañero si uno quiere masticar ideas, pero también puede ser un cruel enemigo que te recuerda disimuladamente que estás solo en medio de tanto cielo, de tanto aire. Que sólo te tienes a ti mismo. Y que tanta naturaleza descoloca, nos hace sentir ajenos a sus voluntades, que el hombre no está listo para volver a su origen. Este hecho me da una explicación breve de porqué el hombre se ha separado tanto de su madre: el miedo es un mal consejero, pero es real. Parece que estamos condenado a vivir en sociedad.
Lago Dickson
Una hora y media más tarde que el resto arribo al refugio Dickson, empapado desde la cabeza hasta el último hilo de mi calcetín. Un sandwich de jamón y un termo de café primero, y una caja de vino tinto barato después, calientan el cuerpo y hacen olvidar por un rato la incertidumbre de lo que viene. En dos días más nuestro programa indica el cruce del tramo más difícil, el ‘Paso de los perros’, habitualmente cubierto de nieve por estas épocas. Si la tormenta no amaina, mis zapatillas de ingenuo ciudadano no serán capaces de soportarlo, y la sola idea de perderme la vista desde arriba del poderoso Glaciar Grey me nubla las ideas y me hace perderme en pensamientos negativos que no desaparecen hasta que me duermo medio aturdido, en una carpa que apenas resiste los profundos empujes de un viento nocturno que no deja de golpear.
Continuará…
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Texto e imágenes: Gonzalo Schmeisser ©