Un día como hoy, 14 de abril pero hace 30 años, moría una de las mujeres más brillantes, lúcidas y valientes que vio el siglo XX: Simone de Beauvoir. Dicen que murió de pena, que no fue capaz de recuperarse ni soportar otro aniversario más de la muerte de su otra mitad, Jean Paul Sartre, muerto años antes un 15 de abril. Ambos fueron la versión intelectual y moderna de Tristán e Isolda, uno de esos amores invencibles, eternos. Un amor tan profundo y tan libre, tan difícil de llevar en tiempos donde el conservadurismo y las reglas morales lo dominaban todo.
Ambos fueron el paradigma mismo de la libertad individual, del derecho a elegir el camino propio a cualquier precio. Y en esa dinámica, el paisaje y la naturaleza tenían un rol primordial para la bella Simone. No así para Sartre.
Nacida y criada en París pero asidua a los ambientes rurales, en donde encontraba – según sus palabras – la única libertad real a la que podía aspirar el ser humano. Su relación con los paisajes agrestes era profunda y estaba ligada a sus primeros años, cuando aún no perdía la fe. Llegó a afirmar que ‘la naturaleza me habla de Dios’. Para De Beauvoir, la ciudad era un confín, un marco, asimilable a la pérdida de la libertad. La naturaleza, por ende, representaba lo contrario.
Con Jean Paul Sartre
Se internaba largas horas en los bosques, caminaba con zapatos por la nieve, se sentaba por horas a leer bajo los árboles, nadaba en lagos, ríos y mares, se comparaba con los robles, respiraba el aire en las colinas, escalaba rocas… y pensaba, pensaba mucho. Luego volvía a la ciudad y expulsaba toda esa inspiración que había brotado desde el paisaje. Y, todos lo saben, su obra es impresionante.
Hoy, en el aniversario numero 30 de su muerte, la recordamos con sus propias palabras. Una frase que define a la perfección su forma de entender el mundo a través de la naturaleza:
‘Yo ya no reinaba sobre el mundo; las fachadas de los edificios, las miradas indiferentes de los transeúntes me exiliaban. Por eso mi amor por el campo cobró colores místicos. En cuanto llegaba al campo las murallas se derrumbaban, el horizonte retrocedía. Me perdía en el infinito sin dejar de ser yo misma. Sentía sobre mis párpados el calor del sol que brilla para todos y que allí, en ese instante, sólo me acariciaba a mí. El viento giraba alrededor de los álamos: venía de otra parte, de todos lados, atropellaba el espacio y yo giraba inmóvil, hasta los confines de la tierra. Cuando la luna se alzaba en el cielo, yo comulgaba con las lejanas ciudades, los desiertos, los mares, las aldeas que en el mismo momento se bañaban en su luz. Ya no era una conciencia vacante, una mirada abstracta sino el olor ondulante de los trigos negros, el olor íntimo de las flores, el espeso calor del mediodía o el estremecimiento de los crepúsculos; pesaba mucho y, sin embargo, me evaporaba en el espacio, ya no tenía límites’.
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Texto: Gonzalo Schmeisser